El olor, el cabello, la ropa de las mujeres, desde mi infancia llamó mi atención; no cómo modelo a seguir, si no cómo atracción. Nunca lo negué ni lo acepté, al fin, nadie jamás me cuestionó; al entrar a la adolescencia supongo que mis extensiones de cabello, mis pantalones que dejaban notar las curvas que crearon el gimnasio y la nutrióloga, todo lo que componía mi apariencia, nunca incitó, siquiera duda alguna de mis preferencias; mejor para mi, si me hubieran cuestionado en aquel entonces, no sé que hubiera contestado, un tanto porque no me gustan las mentiras, y otro, porque me gusta conservar las amistades. Poco a poco se fueron presentando oportunidades con varones, gracias a los lugares que visitábamos una amiga y yo, donde siempre tomamos americano y panquesitos que costaban casi 40 pesos. Al lugar asistían hombres que me parecieron muy interesantes, por eso regresaba cada jueves, el día de café gratis. Siempre alguno se sentaba en nuestra mesa, recuerdo que hablaban de temas y con términos que no entendíamos, eso me impresionaba, y me gustaba sentir eso, sentirme inferior, sentirme una ignorante frente a ese otro que endulzaba mis oídos con sus rebuscadas palabras, mientras yo delineaba las líneas que la edad formaba en sus rostros, pero aún más, disfrutaba cómo ellos saboreaban y evidenciaban mis “no sé” ; supongo que de ahí la obsesión de buscar lo que desconozco, al principio para que cuando pretendieran disfrutar de mi ignorancia o de la de alguien más, salir al rescate cual heroína y evitarlo, pero siempre me contuve, me detuvieron varios “no creo que sepas…” y entonces, también yo, comencé a disfrutar de la ignorancia…